¡A la p * * a calle!
LUCÍA MÁRQUEZ 02.11.2013 | 22:45
El martes me echaron a la calle como a un perro sarnoso. No es una
forma de hablar. Llegué a las ocho de la tarde al piso que tenía
alquilado en Ámsterdam y la casera nos exigió a la otra inquilina y a mí
que nos fuéramos en ese mismo instante. No nos quería más allí, ya no
necesitaba nuestro dinero. Tras una larga y tensa discusión nos obligó a
hacer las maletas e irnos. Y de esta manera nos vimos, a las once de la
noche, con todas nuestras pertenencias amontonadas en una oscura acera
holandesa.
No tuvimos opción. ¿Por qué? Porque sólo éramos dos
inmigrantes alquiladas de forma ilegal, escoria desechable sin preaviso.
Tras un tormentoso mes buscando casa –siendo una becaria extranjera de
un país del sur de Europa no es precisamente fácil que te alquilen un
cuarto, por mucha Unión Europea que haya– nos ofrecieron una habitación
con la condición de no firmar un contrato para ahorrarse los impuestos. Y
en plena desesperación dijimos que sí.
Un error, lo sé, pero el
pánico a no tener un techo bajo el que vivir al día siguiente lleva a la
gente a cometer locuras. Jóvenes, autoexiliadas recién llegadas, con
pocas probabilidades de encontrar un hogar a corto plazo y con nulos
conocimientos de nuestros derechos (no, hasta hace un par de días no
controlaba la ley de arrendamientos holandesa, pero ya soy toda una
experta), éramos una presa fácil para este tipo de abusos.
Ahora
dormimos en el sofá de un amigo. Esto es la movilidad exterior, el
exilio dorado de «la generación más preparada de la historia». ¡Toma
experiencia vital que te hará crecer como persona! ¡Toma sueño europeo!
Mientras buscábamos un alma caritativa que nos acogiera esa primera
noche de angustia y abandono, no podía dejar de maldecir estos años de
asco y tristeza que nos está tocando vivir. Miraba mis cajas llenas de
no sé muy bien qué y sólo podía repetirme «¿qué hago yo aquí? ¿Qué
hacemos todos esos veinteañeros sobreviviendo precariamente por los
rincones perdidos del mundo?». Bueno, también me repetía «son las once
de la noche y tengo hambre, y sueño y frío y miedo y quiero a mi mamá»,
pero una columnista seria como yo jamás podría admitir esto en público.
Aquí sólo hay cabida para grandes reflexiones sobre justicia social.
Sé que no puedo quejarme. Estoy a un vuelo low-cost de mi casa y una
llamada de Skype de mi gente. Mis padecimientos como emigrante no pueden
compararse – sería una falta de respeto y una frivolidad– a los de
quienes atraviesan un mar-cementerio en una balsa de juguete. O a los
que hace sólo unas décadas atrás cruzaban los Pirineos con una maleta de
cartón. Pero, en pleno siglo XXI, en plena Europea cosmopolita, salir
adelante sola y sin trabajo estable en un país desconocido también puede
convertirse en una pesadilla.
¿Lo positivo? Mi nivel de «inglés
colérico» ha mejorado mucho. Cuando eres capaz de decir «vas a arder en
el infierno, bruja sin alma» en el idioma de la pérfida Albión, quiere
decir que tus competencias lingüísticas están alcanzando cotas muy
exitosas. ¡Ah! Que no se me olvide. Una encantadora psicóloga y yo
buscamos piso en Ámsterdam. Bueno, realmente nos sirve un armario grande
en el que dormir.
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