de Enrique Hernandez Reina, el El jueves, 6 de Septiembre de 2012 a la(s) 6:05 ·
Elsa López, “Las víctimas propiciatorias”
Es la costumbre. El poder, cuando se enferma, busca culpables para su
enfermedad y habla de epidemias causadas por los otros. Jamás se verá a
sí mismo como responsable. Por eso, en esta ocasión, ha encontrado la
víctima propiciatoria a la que poder achacar los males que padece
nuestro país: los funcionarios de la administración pública.
Ellos son los culpables. Ellos deben ser ofrecidos en sacrificio a los
dioses para calmar su ira. A ellos hay que castigar con más horas de
trabajo y menos sueldo. Las pérdidas económicas no son causadas por los
ladrones y sinvergüenzas del gobierno de turno, sino por el mal
rendimiento de los funcionarios y es a ellos a quien hay que darles un
castigo público ejemplar.
¿Por qué, precisamente, a los
funcionarios? Preguntan los dioses. Y yo les respondo: porque ellos son
los que vigilan y controlan el poder y el poder siempre teme a quienes
paga por derecho, no por placer. Jueces, médicos, profesores,
administrativos, empleados de la sanidad, de la educación o del
bienestar general, están al servicio de aquello para lo que fueron
preparados y para lo que en su día consiguieron a base de esfuerzo y
méritos profesionales, no por decisión política o marca gloriosa del
peor de los nepotismos. Ellos vigilan el buen funcionamiento de los
distintos organismos del estado que los emplea y deben ser
independientes, venga quien venga, gobierne quien gobierne. Y eso, creo,
es lo que más irrita al poder: no tener la fidelidad asegurada de
quienes le rodean en su mandato. La fidelidad del funcionario es ala
ley. Anadie más deben obediencia. Están ahí por razones objetivas y no
son empleados a dedo ni por influencias ajenas a sus méritos, al menos
así consta y así ha sido hasta que el poder intenta comprarlos,
extorsionarlos o convertirlos en validos a la antigua usanza, o sea, a
beneficio de los intereses privados del que gobierna. Los reyes y
príncipes, gobernantes y dirigentes de lo público creen que son ellos
los que están por encima de la ley y no gustan de interferencias en sus
asuntos por lo que suelen aborrecer al funcionario de turno apegado a
las leyes y al funcionamiento de las mismas.
¿Solución?
Desprestigiarlo y señalarlo como a un mal trabajador. Son víctimas
seleccionadas y expuestas al linchamiento público. La multitud, que ha
sido entrenada para pensar que la culpa de sus males la tiene el
funcionario que la atiende no el que ha dispuesto la ley o el agravio,
se alegra ante sacrificio tan cruento. Los que disponen las leyes
aplauden los linchamientos mientras se lavan las manos, asustados y
esquivos, como si fueran los nuevos Pilatos a las órdenes de Roma.
Ellos son los culpables. Ellos deben ser ofrecidos en sacrificio a los dioses para calmar su ira. A ellos hay que castigar con más horas de trabajo y menos sueldo. Las pérdidas económicas no son causadas por los ladrones y sinvergüenzas del gobierno de turno, sino por el mal rendimiento de los funcionarios y es a ellos a quien hay que darles un castigo público ejemplar.
¿Por qué, precisamente, a los funcionarios? Preguntan los dioses. Y yo les respondo: porque ellos son los que vigilan y controlan el poder y el poder siempre teme a quienes paga por derecho, no por placer. Jueces, médicos, profesores, administrativos, empleados de la sanidad, de la educación o del bienestar general, están al servicio de aquello para lo que fueron preparados y para lo que en su día consiguieron a base de esfuerzo y méritos profesionales, no por decisión política o marca gloriosa del peor de los nepotismos. Ellos vigilan el buen funcionamiento de los distintos organismos del estado que los emplea y deben ser independientes, venga quien venga, gobierne quien gobierne. Y eso, creo, es lo que más irrita al poder: no tener la fidelidad asegurada de quienes le rodean en su mandato. La fidelidad del funcionario es ala ley. Anadie más deben obediencia. Están ahí por razones objetivas y no son empleados a dedo ni por influencias ajenas a sus méritos, al menos así consta y así ha sido hasta que el poder intenta comprarlos, extorsionarlos o convertirlos en validos a la antigua usanza, o sea, a beneficio de los intereses privados del que gobierna. Los reyes y príncipes, gobernantes y dirigentes de lo público creen que son ellos los que están por encima de la ley y no gustan de interferencias en sus asuntos por lo que suelen aborrecer al funcionario de turno apegado a las leyes y al funcionamiento de las mismas.
¿Solución? Desprestigiarlo y señalarlo como a un mal trabajador. Son víctimas seleccionadas y expuestas al linchamiento público. La multitud, que ha sido entrenada para pensar que la culpa de sus males la tiene el funcionario que la atiende no el que ha dispuesto la ley o el agravio, se alegra ante sacrificio tan cruento. Los que disponen las leyes aplauden los linchamientos mientras se lavan las manos, asustados y esquivos, como si fueran los nuevos Pilatos a las órdenes de Roma.
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